lunes, 15 de noviembre de 2010

Sirenas

La enfermera me cerró los ojos.
Sentí la profundidad en mis párpados, su personalidad tosca y autoritaria, cerrando las últimas ventanas del edificio que me albergaba, ahora sí, definitivamente clausurado.
Pensé que me esperaba la negrura más absoluta.
Me equivoqué.
Lo primero que me sorprendió fue el ambiente.
Estaba en una habitación azul con pequeños vivos tornasolados.
Algo se desprendía de ellos.
Con fascinación comprendí que era música.
Lo toqué con dedos temblorosos, eran saetas ásperas que aleteaban y desaparecían.
El fondo del mar musical.
Se abrió una puerta y entraron tres mujeres jóvenes que cantaban en armonía crepuscular.
Se sentaron en un sofá moviendo los brazos como aspas mientras entonaban.
La morena estaba ida.
La más blanca tenía todavía la aguja en su brazo, y la pelirroja me miraba atravesando lo poco de mí.
Cantaban un trabalenguas, y lo hacían con oxígeno.
Me preocupó la vena de la blanca, con el aguijón.
Me acerqué y delicadamente le extraje la punta.
Eso las desenchufó, se apartaron majestuosamente rancias.
Toqué el picaporte de la puerta de salida de mi coro.
Estaba caliente y despedía música.
Me senté en el sofá a esperar.
Salieron nuevamente las tres.
Ahora la morena tenía espuma en la boca; la blanca, el brazo tumefacto, y la pelirroja ya no miraba, era la mirada.
El trabalenguas cada vez más claro y contundente.
Se sentaron en el sofá y cantaron; luego, se fueron por la puerta.
Me senté en el mismo lugar a esperar otra función.
Se abrió la puerta, apareció la enfermera y con la yema de sus dedos, cerró mis ojos.

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