martes, 6 de marzo de 2012

Venezuela

Viví con ella en un hotel de pasajeros de la calle Perú.
Algunas veces me bailaba desnuda, ensangrentando las paredes blancas. Dijo que se llamaba Venezuela; y me recitaba unos poemas que había oído en un cabaret cuando a los veinte años vino de más allá de las palabras.
En aquel entonces, yo trabajaba catorce horas empaquetando agendas en un inmenso galpón de la calle Sarmiento.
Una noche, luego de pagar la pieza, subí a buscarla.
Venezuela no hacia nada, solo esperaba… La invitaría a tomar un vino por ahí. La encontré muerta.
Me quede a su lado toda la noche, velándola. Vino la policía. Solo un par de preguntas. Trajeron a un medico; me dijo que había muerto naturalmente. Tenía algo más de treinta años. Se la llevaron.
El dueño del hotel me ofreció otra pieza. Recuerdo que no cambié de habitación; solo compré jazmines y puse un florero. Casi todo es más fácil después de la muerte; y resolví que no haría más paquetes.
Busqué la forma de ensombrecer las manos contra el fuego y quemé la piel alrededor de las cosas que tocaba.
Ella me siguió hasta que le disparé con una pistola lanzagranadas; estalló como esas flores de luz de las navidades. Hizo crack, y desapareció…

Un mago

Uno culpa de todos sus males a la suerte.
Mala suerte si a uno le va mal, buena suerte si a uno le va bien.
Mi amigo se sentó sobre la mina y voló en pedazos; unos pedazos tan grandes que me sorprendió reconocerlo con tanta facilidad.
Era otra de esas guerras en donde ambos enemigos habían comentado el estado del tiempo el día anterior.
No podía deletrear el nombre del pueblo pero sabía por las armas, que todo terminaría tan desastrosamente como había comenzado.
Al italiano lo conocimos en un pueblito pobre al que entramos mientras estallaba todo alrededor.
Estaba hundido en un pozo negro, atrapado por el olor, aturdido pero en buen estado.
Era mago.
Un mago italiano que la guerra había sorprendido en ese pueblo apenas pronunciable.
Lo ayudé y en un castellano aceptable me agradeció con unos trucos.
Seguimos juntos un par de días.
El iba a lugar seguro, nosotros supuestamente también.
Una noche le pedí que me hiciera desaparecer.
El tano me miró tristemente y me dijo que no podía hacerlo, que ese era el truco que perseguía en su vida.
Al tercer día, en otro pueblo pobre cuyo nombre era inalcanzable, durante un intercambio de morteros, el italiano desapareció.
Encontramos sus botas humeantes y todos, emocionados, aplaudimos su último truco.

miércoles, 18 de enero de 2012

Casualidad de Sombra

Pierre Menéndez descubrió que, de distinta manera, Sibila Silueta se desnudaba todas las noches junto a la ventana, en una irresponsable necesidad de que el fulgor de las estrellas le tocara la piel.
Pierre se sentaba junto a su ventana para verla cada noche sin excepción; y ella, en un rito sin condenas, se sacaba lentamente la ropa del día mientras alguna luna de la noche, desviaba el transito de las olas, allá abajo, en el océano. Luego, desnuda, Sibila apagaba la luz y se acostaba junto a un gran muñeco con el que hablaba de amor hasta que, vencida, entregaba sus parpados al sueño.
Sibila Silueta se maquillaba con gracia, y salía en la mañana temprano rumbo a su trabajo: engarzaba obviedades. Era fácil pero de paga escasa. Atendía en un mostrador gastado a las gentes que venían con reales verdades; y ella con un formulario daba crédito a cada uno de ellos. Solo documentaba verdades.
Sibila Silueta regresaba tarde, sola. Subía a su coqueto departamento con lentitud casi estudiada y delante de Pierre, mientras este sorbía su clásico 1906, se desnudaba para acostarse.
Una noche, luego de tanto tiempo pasado en la rutina de observar, Pierre se notó extraño; las horas pasaban y Sibila no aparecía. Su ventana continuaba apagada.
Pierre Menéndez concluyó preocupado que Sibila Silueta, pese a su costumbre, no se desnudaría mas para él; ya no.
Pierre se levantó, paseó su flaco espectro entre los muebles de lata y con lentitud de lejía, se recostó en su camastro.
Mientras el día paría claridad, una muchacha llamada Sibila se maquillaba con gracia delante de un espejo y sonreía.
Ya no se desnudaría para extraños. Supo que, a partir de ese momento, la luz se quedaría en su piel.
Sibila Silueta no volvió más a su departamento.
Pierre Menéndez, hasta el fin de sus días, se sentó a esperar la desnudez; cada noche, sin excepción.