sábado, 8 de enero de 2011

En Otras Guerras

La vi desnuda.
Lo que me impresionó fue la cicatriz inmensa que le cruzaba todo el estomago hasta debajo del pecho derecho. Las terminaciones de las costuras no eran tersas, mas bien parecían tristes teclas en la sonrisa malhechora de un guasón turgente.
Le pregunté sin protocolos que le había pasado.
Es un recuerdo de mis vigilias anteriores… No le dije nada. Seguí mirando esa vía ferroviaria; toqué con ternura algunos durmientes y esas estaciones con andenes vacíos que no llegaban ni partían hacia ningún sitio.
Recuerdo haber insistido en mas explicaciones y la suave lengua de mi mujer que no decía sino que hacia; y sus palabras en el silencio del amor que se había construido allí, en ese instante entre y alrededor de los dos.
A algunas palabras que decía le faltaban algunas letras.
Al principio, no me di cuenta. Luego, prestando atención di con dos; la palabra ardor que quedaba “ado”, y la palabra permitir que era “periti”.
Se lo hice saber.
Me dijo que su verdugo le había permitido vivir tolerando ciertas quitas. Esta fue una de ellas.
Le dije, entre besos, que me dijera nuevamente ardor y permitir.
Las dijo sin las erres y sin las emes.
Ella no estaba construida de la manera prevista; pero, esto no bajó en nada mis deseos. Amaba a esa mujer.
Después, comprendí que ella estaba también incompleta en el amor.
Me di cuenta cuando comenzó la tercera o cuarta guerra mundial (ya no lo recuerdo; es mas, creo que no es importante)…

…En la violación de la quinta tregua; en algún lugar de la quinta o sexta conflagración mundial…
Los sionistas no tomaban prisioneros.
Hacían un paté multicolor con los que lograban caer. Y se los daban de comer a sus tropas enfermas con el síndrome de estar excesivamente incluidas en los frentes de las ciudades desvanecidas de la India y Pakistán.
En ese barro colorado estaba, cuando reapareció la Teniente Kohan en mi vida, o en lo que quedaba de ella.
Era ella, sin dudas. El amor de mi vida; solo que le faltaba un brazo y tenia una de esas cámaras que todo lo filman.
Me reconoció.
Nos reímos un segundo juntos.
Me dijo permitir. Todavía le faltaba la eme.
Yo estaba, en ese momento, con varios compañeros perdidos por el gas de la locura.
La Teniente nos avisó que pronto tendríamos que ir en busca del Santo Sudario, en poder de los malditos Musulmanes.
Me persigné; y ya, junto a su boca, le pedí un beso.
Me lo dio, aunque sin dentadura; luego, nos despedimos.
Yo iba a una muerte segura. Ella, quizás y a pedido de su verdugo, perdiera varias letras más de su hermoso abecedario…

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