domingo, 28 de noviembre de 2010

Costumbre Negra

El mar estaba picado esa noche.
Cuando nos embarcamos lo hicimos con el ruido y la reciedumbre de siempre.
Éramos blancos, de raza Aria; Jesucristo fue blanco y puro, y por él y por todos los blancos, luchábamos contra los oscuros, de raza y corazón negra.
Nos metimos en un acorazado.
El sargento nos distribuyó en filas de a seis, unos contra otros, pegados.
La embarcación comenzó a moverse.
El sargento hizo una seña conocida y comenzamos todos al unísono a revisar el armamento.
Estaba bien, listo y aceitado para funcionar según el plan trazado por el Estado Mayor Conjunto.
Nuestra unidad de elite blanca intentaría desembarcar en el puerto de Navarra, ahora en manos negras, para arrebatárselo.
Ya habíamos estado en varias carnicerías y era esa costumbre negra que no nos podíamos sacar de encima.
Miré mi reloj. Eran las seis; no sabía si de día o de noche, lo más probable es que fuera de noche.
Revisé mi cruz. Mi compañero rezaba con su biblia personal.
El sargento gritó una orden. Era la hora del desembarco. Nuestro superior rezó una plegaria en voz fuerte y se abrió una compuerta de acero.
Quite el seguro a mi arma, el corazón comenzó a bombear millones de litros de sangre a todos lados, impregnando de rojo dulce a la noche y a la oscuridad.
Chapotee en el agua; hubo algunos disparos, pronto todo se convirtió en explosiones y alaridos.
Las trazadoras iluminaban el aire, tuve un raspón en el brazo, algo me quemó. Vi a mis compañeros caer en el agua y dejar de moverse. Trastabillé con algunos cuerpos y llegué a la orilla.
En la oscuridad seguían los disparos y los alaridos. Puse talco a mi arma y comencé a disparar; no sabía bien a que pero me sumé a los alaridos.
Hubo una tregua. Los disparos cesaron.
Miré detenidamente en la oscuridad; no se veía nada, solo el murmullo del agua y ayes de dolor.
Busqué mis anteojos para ver en lo negro.
Lo había perdido en el desembarco. Puse más talco a mi arma e hice algunos disparos.
Nadie contestaba.
Lentamente, el cielo comenzó a clarear; lentamente…
La escena que se presentó fue dantesca.
Yo estaba recostado contra unas bolsas de arena en la playa; más allá, los cadáveres de mis compañeros. Todos tenían mi uniforme.
El agua los bañaba cadenciosamente; desde una colina cercana, una gran grúa sostenía una ametralladora. Nos estaban esperando.
Nos masacraron indefensos.
Cerré los ojos. Deje mi arma a un costado.
No tenia ganas de seguir; encomendé mi alma a Jesús y me quedé dormido.
No se cuanto tiempo pasó.
Abrí los ojos.
El sol ya estaba en mediodía.
Divisé una patrulla negra que se me acercaba.
Los reconocí por el uniforme estridente y el color de su piel; algunos eran tan negros que brillaban con luz propia.
Se me acercaron y me levantaron.
Me dolía todo el cuerpo y en un costado, tenia una gran herida que perdía sangre.
Uno de los negros me abrazó y me besó una mejilla; en su idioma vulgar me aseguró que tenía mucha suerte, y que ellos, esa patrulla, estaban contentos de haberme encontrado vivo.
Me vendaron y me dieron agua, luego me condujeron al paraíso.
El paraíso era un enorme cuartel ambulante que los negros llevaban a donde fuesen.
Me trasladaron a una celda.
Allí me quede solo, rezando, para no sufrir torturas o malos tratos.
Vino un oficial negro y me trajo fruta. Comí con desesperación; el oficial miraba divertido. Luego, chapuceando su idioma vulgar, me recomendó mantener la calma; yo era un prisionero blanco y pronto acabarían todos mis sufrimientos.
Palmeándome en la espalda, salió de la celda.
Me comí la última manzana y me recosté en el camastro murmurando una plegaria. Me dormí.
Desperté con el ruido de la celda al abrirse.
Entraron varios soldados negros junto a uno particularmente vestido de paisano.
Este, tenía barba blanca y casi flotaba.
No me atreví a verle los ojos.
Me dijo que me levantara. Lentamente, lo hice.
Con voz poderosa me preguntó por mi nombre, se lo dije; luego, me preguntó de donde era, le dije mi pueblo, el nombre de mi lugar de nacimiento, y mi edad.
Entonces, me preguntó si estaba convencido de la superioridad de la raza blanca sobre las otras. Le contesté que si, por supuesto, agregué.
El paisano de barba blanca bajó la vista, algunos soldados lloraron y en medio de un dolor extremo, vi que varios de ellos fieramente apuntaban a mi corazón desnudo y disparaban

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