miércoles, 29 de diciembre de 2010

Terrorismo

Todo comenzó leve, casi imperceptible; como cuando te bajas de un taxímetro en el corazón de Manhattan o alguna de esas celebres ciudades, pero en realidad, estas en medio del desierto, cerca de Tikrit, una ciudad Iraquí en pleno triangulo Suní; que no sabes bien que puede significar pero que remueve aguas lodosas en el fondo de un corazón que late bien fuerte porque no sabe que puede pasar delante de sus ojos abiertos, y encima, ese aire cortado por un avión repleto de gritos que se estrellan contra los ventanales en donde humean las caras de espanto de varios oficinistas, tan acostumbrados a no ver mas allá del paisaje estéril de la bahía desde un piso cien; y esos cientos que se multiplican en muchos otros que asisten (Oh, todo no es mas que una representación humana) a la forma grotesca de un cadáver recién horneado, con sus giros en degrade, y sus huecos rellenos de punzantes coágulos; y las botas se hunden en la arena, pero no es un reloj de helado de limón que se derrite sobre los dedos; es solo un pequeño segundo de muerte o varios, o el tiempo que le lleva al de cara redonda agusanarse delante de los controles de un Boeing y desviarlo del cielo hacia el infierno de vidrio y hacerlo una enorme bola de fuego, un sol que se derrite en las entrañas de un monstruo de acero y plástico y computadoras y pulcros ajedrecistas que comparten el valor social de mover peones y jaque mate; y en medio de un infierno, otro, no el anterior, digo otro, cerca de Tikrit, una ciudad de automóviles impecablemente soldados al calor, y unas casas bajas con letreros en árabe, y mas allá de algunos perros, un soldado; tiene uniforme y armas a la vista y es, desde los tiempos romanos, parte del imperio insoslayable; juega con un teléfono celular que tiene incorporado una serie de “games” que sirven para matar el tiempo si el usuario de este tipo de tecnologías no sabe que hacer mientras no habla porque no hay nadie que entienda el idioma en estas tierras alejadas, en el otro extremo del mundo conocido por un joven criado cerca de una granja con cerdos, y cerveza por las tardes, en las tardes acarameladas en donde la razón administraba sus dosis con sabiduría de monologuista; pero, volvamos al comienzo, cuando bajaste del taxímetro en pleno Manhattan y viste que la gente, ese tipo de gente tan común que no es ni gorda ni flaca, ni vestida igual, ni tiene manchas en la cara ni le falta algún brazo o alguna pierna producto de las esquirlas que producen las bombas de fragmentación que tiran los aviones desde tan alto que es imposible descubrirlos en una mañana tan apacible, mientras unos niños chapucean cerca de una canilla que solo gotea; y el oficinista, que piensa en español, mira por los ventanales de gruesos vidrios como la nariz de un gigantesco pájaro azul metalizado golpea contra su propia nariz y lo pone, como decía el comentarista Ramírez, “Nock-Out”; y los uniformes naranjas rodeados de un cerco de alambre y las púas de esos alambres rodeando a los de mameluco naranja que oran mientras unos tipos grandotes de uniforme verde los insultan y les preguntan quien era el fulano que bajo del Taxímetro en pleno Manhattan cuando los aviones estallaban allá en lo alto, produciendo un sol repleto de cadáveres inocentes porque todo cadáver es inocente cuando muestra con candidez que su reverso es solo un poco de sangre, algunos huesos, músculos, órganos, y un poco mas o menos de fluidos y realidad.



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