sábado, 22 de enero de 2011

La Mujer en la Curva del Muerto

Soy el fantasma de una mujer muerta hace incontables años.
De ella todavía mantengo esa fascinante premisa de agacharme para orinar. Pero nada sale de mi vejiga, no hay un hilo flexible de liquido ámbar mojando las piedras tenebrosas del paisaje en donde vago, sin siquiera notar diferencias entre el modo y el por qué.
Sé que soy mujer y fantasma.
Tengo ciertas inflexiones de ambas, que voy perdiendo a medida y ritmo de lo habitual.
En el lugar en donde vago hubo una guerra.
Las cruces se van deshaciendo como azúcar en el vaho suave de las lunas que aparecen y desaparecen.
Hay mayores ruinas que en otros tiempos; las de estos momentos mantienen la inconstancia y la seguridad que las caracteriza.
Puedo moverme entre los rostros de los sobrevivientes que apenas pasan la música del fuego, salen de sus escondites a reconstruir el ritmo de lo anterior.
El mantener cruces en donde hubo muertos todavía, debe obedecer a cierta retahíla mística desde el principio de los tiempos mantenida, en consonancia con el crucificado. Pero, y a modo de objeción, los descendientes se siguen enterrando.
No hubo ni habrá crecimiento intelectual a partir del aprendizaje por el error.
Creo firmemente en esto aunque a medida que voy comprendiendo, voy desapareciendo un poco más. Ya no me quedan tetas.
Sé que nadie puede verme; he querido reflejarme en algún momento, pero indefectiblemente, algo falla, abonando la fatal percepción de que nadie humano puede verme y al mismo tiempo voy desapareciendo.
Las guerras se van sucediendo continuas y lógicas; solo que su andar tecnológico las va llevando al principio.
Si en un primer momento, hubo dos guerreros con voluntad de matarse mutuamente, hoy, luego de incontable tiempo y por un reduccionismo atávico, vuelve a suceder esa habitualidad. Los veo ejerciendo en su vida diaria y en tiempos de paz, esa arbitraria modalidad de violencia que se hunde en el paroxismo cuando el supuesto tiempo de paz troca a guerra.
He perdido un arete en este continuo vaivén de flotar e ir y venir. Lo busco, al arete, entre dos piedras y encuentro de casualidad una cinta en buen estado. La voz, por acción del sol, surge clara y agradable. Se presenta… “Soy un hombre de unos…tantos años, que quiere preservar para los que vendrán, un poco de…” Y se corta el mensaje. El resto esta muy deteriorado. Han pasado muchos años desde su extinción como hombre, pero hoy se mantuvo y volvió.
¿Será solo un sueño?
Hoy nadie sueña.
La realidad es demasiado extenuante como para lograr un resquicio en donde depositar los anhelos; y aparte, las drogas profundas que han mutado la parte blanda de los seres humanos.
Pero, solo soy un fantasma y encima mujer; o eso creo… No debería preocuparme por los demás, pero…
Como mujer debo mantener en pie el pragmatismo, la dulzura, la creatividad sin vacilaciones; como fantasma debería avanzar en una estrategia dominante, en una elucubración del dolor “per se”. Y es en vano que las heridas cicatricen…
Entre las piedras encuentro todo tipo de “souvenires”. No soy la única que busca y encuentra. Los sobrevivientes también lo hacen, y mientras tanto van perdiendo cosas. Hay muchas cintas que con el sol se activan y dejan oír voces grabadas antaño.
Creí escuchar mi voz de cuando era una mujer completa y estaba enamorada. Pero, la destruí; voy destruyendo cosas, las cosas que no me gustan. Es un rasgo humano que aún me sostiene, pero como todo me va abandonando.
Perdí peso.
Nunca comí convertida en luz tangencial, pero veía una tarta de manzanas y ya me llenaba el estomago.
Lamentablemente va llegando la hora de desaparecer, solo será de un momento a otro como esos espejos de cuerpos humanos que usan para sus guerras y que de golpe se detienen y luego nada, se desvanecen, como dicen algunos que uno hacia frente a un espejo cuando hace mucho existían los silencios.
Aquí llega otra guerra.
Dos hombres que solo ansían ver su sangre correr bajo el sol entre las piedras.
Es una lastima que no pueda ver el final…


lunes, 10 de enero de 2011

La Maquina de Endulzar Memoria

Una amiga me dijo (recuerdo cada exacta palabra en la inflexión de su boca ganada por una explosión de dientes afilados a pura carcajada por los días en los que nos sentíamos a veces de manera totalmente diferente a nosotras mismas; les digo que me tengan un poco de paciencia, es que siempre me voy por las ramas y no detengo el aleteo, es que ese cielo ahí arriba me tienta aun si esta cargado o solo mantiene esa yema amarilla que tanto nos quema prolija); decía, de una amiga, que me contó algo que aun mantengo entre los dedos del recuerdo en un acariciar vago, de tenerlo ahí, a mano, no dejando que se ponga marchito como ciertos rostros queridos que se fueron quien sabe de que modo…
Mi amiga solía hamacar su voz y repetir… “Algún día te voy a regalar la maquina de endulzar memoria…” Y nos abrazábamos porque éramos jovencísimas en esa época, creíamos que todo lo que pensábamos estaba bien, aun lo mas descabellado; que se yo, como tomar un tren y perdernos en el absurdo de campos atravesados por la emoción de tener el pelo lacio, o los ojos delineados de una humedad entrañable, o la de ese muchacho de espaldas amplias que sonreía con su mochila entre los asientos… y nos bajábamos riendo, en una perdida estación con andenes cargados de olor a eucaliptos y esperar recitando poemas de colegio a que viniera a salvarnos el otro tren que subía de contramano por la vida esta.
Un día, no vi más a mi amiga; pido disculpas por no recordar su nombre, no lo encuentro por más que revise y revise las páginas de mis recuerdos, no lo encuentro. Sé que ella tenía los dientes prolijos de tanto reírse y ensanchar el corazón recomendándome su famosa maquina de endulzar memoria.
Ya ves, el tiempo pasó, no se como, pero muy rápido, increíble como un tren loco que no se detiene en los andenes y despeja a su paso las hojas secas de eucaliptos rotos.
Me quede sola en un andén de estación vacía. Sentía que todos mis recuerdos, ante el paso imperioso de los momentos, se volvían amargos; amargos en el modo oscuro de traerlos a este tiempo que no era el de ellos. Me senté en un banco de madera frío. Los pelados eucaliptos de enfrente, vigilaban la noche. Una mermelada oscura que brillaba con pequeñísimos trocitos de vidrio molido y un licor tibio que era una consecuencia de tejados y chimeneas mas allá de mis manos y de querer tocar esa lejanía. Recordé aquella maquina de endulzar memoria; pero, donde andaría…Ni siquiera sabia su forma, ¿tendría una forma determinada de maquina fría haciendo algo que ni siquiera puedo imaginar, emitiendo quejidos indiscriminados, y solo ella, capaz de hacer que ese aroma lejano no me produzca lagrimas, o no me ponga la piel para afuera, o no acelere los latidos, o no me ponga el pecho en mis manos y este se me caiga al piso resbalosamente?
Pero, ahí, en ese anden bajo el murmullo nocturno, sola en medio de la vida, con el ruido a cosas por realizar, a cosas no realizadas; pude recordar que todo no era mas que hurgar en el bolsillo y buscar la única moneda que me quedaba para sacar el boleto y volver, y volverme a las cosas conocidas, exactas en este relieve intenso, en este momento de cifras enormes y alientos a rancias novedades. Una moneda con un sol; eso era lo único que me quedaba. Me pare y fui hacia la luz debajo de un techo de tejas. La ventanilla estaba cerrada. Había un cartel. El tren volvería a pasar dentro de exactamente dos horas. El último tren.
Me abroché el último botón del gabán con prolijidad. No había boleto, no había tren. Miré a mí alrededor. Entonces, ocurrió un milagro o algo parecido. La vi parada ahí, plateada, despidiendo luces de colores; era mi maquina de endulzar memoria. Me sentí ferozmente querida, algo se hundió en mi estomago y volvió a salir, paralizó la tierra en la que yo crecía hacia todos los recovecos. Era yo y mi maquina ensayando un paso alegre a la eternidad de este momento. La maquina tenia una ranura y un cartelito: “Introduzca la moneda”. Con algarabía de poema, puse la única que tenia, y espere, espere ese dulzor que tenia que llegar por toneladas para poderme escapar de los rostros, de los gestos, de las manos, del silencio de esa muchedumbre que espera mas y mas de vos. La maquina solo escupió un caramelo.
Me sentí decepcionada; con esa moneda tenia el viaje asegurado, y ahora esto… Pensé en mi amiga, en la maquina, y en que el caramelo tenia que durarme, exactamente, dos horas en la boca.

sábado, 8 de enero de 2011

En Otras Guerras

La vi desnuda.
Lo que me impresionó fue la cicatriz inmensa que le cruzaba todo el estomago hasta debajo del pecho derecho. Las terminaciones de las costuras no eran tersas, mas bien parecían tristes teclas en la sonrisa malhechora de un guasón turgente.
Le pregunté sin protocolos que le había pasado.
Es un recuerdo de mis vigilias anteriores… No le dije nada. Seguí mirando esa vía ferroviaria; toqué con ternura algunos durmientes y esas estaciones con andenes vacíos que no llegaban ni partían hacia ningún sitio.
Recuerdo haber insistido en mas explicaciones y la suave lengua de mi mujer que no decía sino que hacia; y sus palabras en el silencio del amor que se había construido allí, en ese instante entre y alrededor de los dos.
A algunas palabras que decía le faltaban algunas letras.
Al principio, no me di cuenta. Luego, prestando atención di con dos; la palabra ardor que quedaba “ado”, y la palabra permitir que era “periti”.
Se lo hice saber.
Me dijo que su verdugo le había permitido vivir tolerando ciertas quitas. Esta fue una de ellas.
Le dije, entre besos, que me dijera nuevamente ardor y permitir.
Las dijo sin las erres y sin las emes.
Ella no estaba construida de la manera prevista; pero, esto no bajó en nada mis deseos. Amaba a esa mujer.
Después, comprendí que ella estaba también incompleta en el amor.
Me di cuenta cuando comenzó la tercera o cuarta guerra mundial (ya no lo recuerdo; es mas, creo que no es importante)…

…En la violación de la quinta tregua; en algún lugar de la quinta o sexta conflagración mundial…
Los sionistas no tomaban prisioneros.
Hacían un paté multicolor con los que lograban caer. Y se los daban de comer a sus tropas enfermas con el síndrome de estar excesivamente incluidas en los frentes de las ciudades desvanecidas de la India y Pakistán.
En ese barro colorado estaba, cuando reapareció la Teniente Kohan en mi vida, o en lo que quedaba de ella.
Era ella, sin dudas. El amor de mi vida; solo que le faltaba un brazo y tenia una de esas cámaras que todo lo filman.
Me reconoció.
Nos reímos un segundo juntos.
Me dijo permitir. Todavía le faltaba la eme.
Yo estaba, en ese momento, con varios compañeros perdidos por el gas de la locura.
La Teniente nos avisó que pronto tendríamos que ir en busca del Santo Sudario, en poder de los malditos Musulmanes.
Me persigné; y ya, junto a su boca, le pedí un beso.
Me lo dio, aunque sin dentadura; luego, nos despedimos.
Yo iba a una muerte segura. Ella, quizás y a pedido de su verdugo, perdiera varias letras más de su hermoso abecedario…

martes, 4 de enero de 2011

Tiempo Seco

Veo los ventanales como parpadean, como reflejan ese escenario nocturno que va apagando sus luces porque algo sucede afuera y me es desconocido. Estamos encerrados acá, en un piso superior, mirándonos las caras y hasta alguno que otro habla en un susurro quieto como quien descifra idiomas que el aire trae de otra parte. Y no entiendo que hago, entre desconocidos. Una niña morena, un niño rubio, su madre o la esposa de su padre intentan y lo logran, acercarme un vaso con alcohol. Ella, o la madre postiza, me dice que ellos no saben nada, que afuera pasó algo que todos desconocen, que sienten mucho miedo y que la gente muere de pronto, de golpe, en sus lugares habituales. Y ahí quedan porque los demás, los que pululan alrededor no atinan a nada específico… ¿Como específico? Si, digo… Hacer algo; si alguien muere delante de mi, digamos, por un sincope al corazón o algo así, intento esa reanimación que alguien alguna vez me recomendó hacer en esos casos, golpeando el corazón o el lugar en donde este se encuentra, pero… ¿Y si no es así? Digo, si la gente muere por otra cosa y no por el corazón? No sé… La gente se muere. Esa es la realidad. ¿Y como llegaste acá? Recordé que este edificio se encontraba cerca del puerto… Mentí… Entonces, me vine hasta acá para ver si podía escapar… Concluí la mentira… Y me miré el brazo derecho tatuado, vivo, en carne firme y latiendo. Terminé el vaso de alcohol que despejó mi camino interior y volví la mirada hacia fuera. Las luces nocturnas se iban apagando a intervalos regulares. El mundo, tal como lo conocíamos, se secaba y quedaba ahí, quieto, como flores mustias que una mujer ha olvidado en un florero en su comedor diario. La mujer se retiró. En su lugar encontré a otra mujer mucho más anciana y más menuda. Me dijo que Dios así lo había decidido, que era el fin del mundo. Me reí, quizás fuese el alcohol. La anciana me observo con severidad. Alguien dijo que nos íbamos. Hubo un revuelo en la habitación. Los ventanales parpadearon. Pregunte hacia donde partíamos. Un hombre me dijo, con convicción, que había un barco en el puerto para nosotros, que teníamos que trasladarnos dos cuadras hacia el muelle y que allí nos embarcaríamos. Me levanté e intenté salir de ese lugar. Algunos llevaban bolsos y cosas cotidianas, algunos sonreían, otros estaban muy serios. Todos esperábamos que en cualquier instante nos tocara, que la muerte deslizara su huesuda mano sobre el hombro y la vida terminara en ese mismo momento. Insistí en irme de allí. El aire de la noche me golpeó con inclemencia. Íbamos en fila, como condenados de antemano a un castigo innecesario. La anciana me tocó el brazo… Ya ve, Dios nos ha bendecido con la vida y ahora nos maldice quitándola, sin miramientos… Yo sonreí; pensé que Dios no tenía nada que ver con todo esto. Creo que pensé en eso en ese momento y no más tarde cuando nos detuvimos ante una escalera que desembocaba en una abertura en el fuselaje de lo que supuse era un barco tremendamente moderno y desafiante como supongo son las cosas modernas y desafiantes. Entonces ocurrió. Dos o tres hombres delante de mí, cayeron fulminados; pase ante sus ojos abiertos, mirando nuestros cuerpos que aun conservaban la estabilidad y los eludían. Ellos estaban muertos. No era tan malo después de todo. Llegaba así, de golpe, y así nos íbamos, sin alharaca. La mujer anciana se arrodilló y comenzó una plegaria. No pudo terminarla, quedo allí, arrodillada, como un envase seco y entristecido bajo la noche estrellada. Comenzamos a subir por la escalera hacia la abertura. Yo estaba pensando en otra cosa. Sentía los golpes que mi corazón hacia, atravesando la piel en el pecho en donde llevaba tatuado el nombre del que tenia que morir. Los hombres se fueron agrupando en el fondo del amplio salón metálico, con sus mujeres y sus chiquillos. No había llantos ni imprecaciones, solo el murmullo de los arrastrados pasos. Todos sabíamos que nos tocaría, pero no sabíamos ni cuando ni donde. Intuí que mi presa estaba por ahí, en ese montón de ojos que se encimaban en las sombras. El barco pronto zarparía. Me senté sobre una lata; iba a lamentarme en obstinado silencio, de la suerte y sus beligerancias, cuando ella se sentó a mi lado. Tenía el pelo largo y era bonita. Me tomó la mano y agregó en un idioma sensual y totalmente extraño “cuanto lo siento…” y se quedó quieta y rígida, estupendamente muerta. La acomodé sobre un camastro y me levante para ir a la otra punta del salón. Sentí bajo los pies el movimiento. El barco se movía. Se ponía en movimiento conmigo encima de él. Intenté moverme en él como había aprendido en mis antiguos días marineros. No debía olvidar mi objetivo antes que la muerte me llevara. Un hombre apareció a través de una abertura en la pared, con una bolsa. Comenzó a repartir panes entre los sobrevivientes. Mordisquee un pedazo y lo tragué con un poco de agua que una mujer repartía en pequeños vasos de papel blanco. Un hombre me miró y no dijo nada. ¿Me habría reconocido? Me senté nuevamente sobre la lata y cerré los ojos. A mi oscuridad volvió el nombre de mi victima. No pasaron ni veinte minutos de zarpar el barco que más de la mitad de la gente había muerto, quedándose duros y quietos como flores de carne arrancadas del jardín de la vida antes de tiempo o contra su voluntad. En todo caso, no había más que decir acerca de tanta muerte. Me concentre en mi misión. Tenia poco tiempo o mejor aun, escaso margen de maniobra. Quizás pronto me tocaría a mí fenecer y mi misión quedaría inconclusa. Subiría hasta cubierta. Las escaleras de metal eran todas idénticas. Tarde mucho tiempo en ascender. Por donde iba, encontraba miradas ansiosas y severas, todas añorando el haber perdido lo que ahora me pertenecía, mi elasticidad, el movimiento puro y suave de los músculos hacia la claridad. Salí, por fin, a un sol apenas develado cuando me di cuenta que mi propio nombre respondía al tatuaje que tenia en el pecho. Era gracioso aunque demasiado arduo. Yo era mi próxima victima. Me toque y no paso nada. Quizás y en todo caso, mi don había concluido. Me quedé quieto bajo el sol, solo; y me toqué nuevamente…