domingo, 28 de noviembre de 2010

La muñeca invalida

Yukio aspiro con revolucionaria avidez.
La gente rodeaba tumultuosa las mesas del lugar en donde ella se encontraba. Sobre el escenario, un gordo pelado cantaba con encomiable perseverancia.
Me senté a su lado, con los vasos atiborrados, casi estallando.
Humeaba mi camisa de seda turquesa.
Yukio fumaba, tosía y volvía a aspirar del espejo cortado con la navaja de plata; en el reducido conflicto de una cornisa.
La Yakuza (Mafia Japonesa) había ordenado un escarmiento; ella tenía que pagar con su vida, con su sufrimiento, sus propias deudas, y yo era el encargado de solucionar estos problemas.
La mantuve por varias semanas en el sótano de un consultorio odontológico.
Les lleve el rostro de Yukio a los peces gordos de la mafia; y ella quedo allí, en ese sótano, sin cara, aspirando revoluciones.
Creo que había perdido la lucidez; se atiborraba de drogas, y yo, como un cirujano experto le quitaba partes del cuerpo sin dejar que se muriera. Eso no estaba en mis planes.
La veía flaca, alta, con plataformas, un pantaloncito de raso blanco y una camisa verde, sin cara, con los ojos inyectados de un color nauseabundo y sus venas varadas en un puerto multicolor.
La Yakuza me pidió su cuerpo.
No se los daría; no, completo.
Le saque una pierna y la envolví en un trozo de bandera y tras eludir los controles burocráticos del poder, le tire el miembro cortado de Yukio encima del escritorio de Matsumoto, el gerente operativo de toda la costa oeste de la isla.
Luego, me senté a esperar el contragolpe.
No hubo ninguna señal; nada que se le parezca.
Mi muñeca inválida veía desde sus grilletes como yo sacaba el escalpelo y la cortaba, eludiendo las fronteras del dolor, trazando en su magro cuerpo, hondas líneas entre mi placer y el suyo.
Una semana después, cruce la ultima línea, casi sin darme cuenta.
Yukio lanzo un suspiro y murió, entre mis propios fluidos.
La mantuve unos meses más hasta que el hedor que levantaban sus sabanas y el deterioro de su cuerpo hizo que me deshiciera de ella.
Hubo muchas Yukio.
Todas y cada una mantuvieron el universo en latidos apelmazados; pero ella fue la más afortunada.
Guarde un pequeño y precioso dedo de su pie derecho, el que lamía con fruición mientras hundía el escalpelo a la altura del estomago de la siguiente, intentando convencido, una puesta de sol sobre su piel.

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