domingo, 28 de noviembre de 2010

Costumbre Negra

El mar estaba picado esa noche.
Cuando nos embarcamos lo hicimos con el ruido y la reciedumbre de siempre.
Éramos blancos, de raza Aria; Jesucristo fue blanco y puro, y por él y por todos los blancos, luchábamos contra los oscuros, de raza y corazón negra.
Nos metimos en un acorazado.
El sargento nos distribuyó en filas de a seis, unos contra otros, pegados.
La embarcación comenzó a moverse.
El sargento hizo una seña conocida y comenzamos todos al unísono a revisar el armamento.
Estaba bien, listo y aceitado para funcionar según el plan trazado por el Estado Mayor Conjunto.
Nuestra unidad de elite blanca intentaría desembarcar en el puerto de Navarra, ahora en manos negras, para arrebatárselo.
Ya habíamos estado en varias carnicerías y era esa costumbre negra que no nos podíamos sacar de encima.
Miré mi reloj. Eran las seis; no sabía si de día o de noche, lo más probable es que fuera de noche.
Revisé mi cruz. Mi compañero rezaba con su biblia personal.
El sargento gritó una orden. Era la hora del desembarco. Nuestro superior rezó una plegaria en voz fuerte y se abrió una compuerta de acero.
Quite el seguro a mi arma, el corazón comenzó a bombear millones de litros de sangre a todos lados, impregnando de rojo dulce a la noche y a la oscuridad.
Chapotee en el agua; hubo algunos disparos, pronto todo se convirtió en explosiones y alaridos.
Las trazadoras iluminaban el aire, tuve un raspón en el brazo, algo me quemó. Vi a mis compañeros caer en el agua y dejar de moverse. Trastabillé con algunos cuerpos y llegué a la orilla.
En la oscuridad seguían los disparos y los alaridos. Puse talco a mi arma y comencé a disparar; no sabía bien a que pero me sumé a los alaridos.
Hubo una tregua. Los disparos cesaron.
Miré detenidamente en la oscuridad; no se veía nada, solo el murmullo del agua y ayes de dolor.
Busqué mis anteojos para ver en lo negro.
Lo había perdido en el desembarco. Puse más talco a mi arma e hice algunos disparos.
Nadie contestaba.
Lentamente, el cielo comenzó a clarear; lentamente…
La escena que se presentó fue dantesca.
Yo estaba recostado contra unas bolsas de arena en la playa; más allá, los cadáveres de mis compañeros. Todos tenían mi uniforme.
El agua los bañaba cadenciosamente; desde una colina cercana, una gran grúa sostenía una ametralladora. Nos estaban esperando.
Nos masacraron indefensos.
Cerré los ojos. Deje mi arma a un costado.
No tenia ganas de seguir; encomendé mi alma a Jesús y me quedé dormido.
No se cuanto tiempo pasó.
Abrí los ojos.
El sol ya estaba en mediodía.
Divisé una patrulla negra que se me acercaba.
Los reconocí por el uniforme estridente y el color de su piel; algunos eran tan negros que brillaban con luz propia.
Se me acercaron y me levantaron.
Me dolía todo el cuerpo y en un costado, tenia una gran herida que perdía sangre.
Uno de los negros me abrazó y me besó una mejilla; en su idioma vulgar me aseguró que tenía mucha suerte, y que ellos, esa patrulla, estaban contentos de haberme encontrado vivo.
Me vendaron y me dieron agua, luego me condujeron al paraíso.
El paraíso era un enorme cuartel ambulante que los negros llevaban a donde fuesen.
Me trasladaron a una celda.
Allí me quede solo, rezando, para no sufrir torturas o malos tratos.
Vino un oficial negro y me trajo fruta. Comí con desesperación; el oficial miraba divertido. Luego, chapuceando su idioma vulgar, me recomendó mantener la calma; yo era un prisionero blanco y pronto acabarían todos mis sufrimientos.
Palmeándome en la espalda, salió de la celda.
Me comí la última manzana y me recosté en el camastro murmurando una plegaria. Me dormí.
Desperté con el ruido de la celda al abrirse.
Entraron varios soldados negros junto a uno particularmente vestido de paisano.
Este, tenía barba blanca y casi flotaba.
No me atreví a verle los ojos.
Me dijo que me levantara. Lentamente, lo hice.
Con voz poderosa me preguntó por mi nombre, se lo dije; luego, me preguntó de donde era, le dije mi pueblo, el nombre de mi lugar de nacimiento, y mi edad.
Entonces, me preguntó si estaba convencido de la superioridad de la raza blanca sobre las otras. Le contesté que si, por supuesto, agregué.
El paisano de barba blanca bajó la vista, algunos soldados lloraron y en medio de un dolor extremo, vi que varios de ellos fieramente apuntaban a mi corazón desnudo y disparaban

La muñeca invalida

Yukio aspiro con revolucionaria avidez.
La gente rodeaba tumultuosa las mesas del lugar en donde ella se encontraba. Sobre el escenario, un gordo pelado cantaba con encomiable perseverancia.
Me senté a su lado, con los vasos atiborrados, casi estallando.
Humeaba mi camisa de seda turquesa.
Yukio fumaba, tosía y volvía a aspirar del espejo cortado con la navaja de plata; en el reducido conflicto de una cornisa.
La Yakuza (Mafia Japonesa) había ordenado un escarmiento; ella tenía que pagar con su vida, con su sufrimiento, sus propias deudas, y yo era el encargado de solucionar estos problemas.
La mantuve por varias semanas en el sótano de un consultorio odontológico.
Les lleve el rostro de Yukio a los peces gordos de la mafia; y ella quedo allí, en ese sótano, sin cara, aspirando revoluciones.
Creo que había perdido la lucidez; se atiborraba de drogas, y yo, como un cirujano experto le quitaba partes del cuerpo sin dejar que se muriera. Eso no estaba en mis planes.
La veía flaca, alta, con plataformas, un pantaloncito de raso blanco y una camisa verde, sin cara, con los ojos inyectados de un color nauseabundo y sus venas varadas en un puerto multicolor.
La Yakuza me pidió su cuerpo.
No se los daría; no, completo.
Le saque una pierna y la envolví en un trozo de bandera y tras eludir los controles burocráticos del poder, le tire el miembro cortado de Yukio encima del escritorio de Matsumoto, el gerente operativo de toda la costa oeste de la isla.
Luego, me senté a esperar el contragolpe.
No hubo ninguna señal; nada que se le parezca.
Mi muñeca inválida veía desde sus grilletes como yo sacaba el escalpelo y la cortaba, eludiendo las fronteras del dolor, trazando en su magro cuerpo, hondas líneas entre mi placer y el suyo.
Una semana después, cruce la ultima línea, casi sin darme cuenta.
Yukio lanzo un suspiro y murió, entre mis propios fluidos.
La mantuve unos meses más hasta que el hedor que levantaban sus sabanas y el deterioro de su cuerpo hizo que me deshiciera de ella.
Hubo muchas Yukio.
Todas y cada una mantuvieron el universo en latidos apelmazados; pero ella fue la más afortunada.
Guarde un pequeño y precioso dedo de su pie derecho, el que lamía con fruición mientras hundía el escalpelo a la altura del estomago de la siguiente, intentando convencido, una puesta de sol sobre su piel.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Gurú

Pequeños templos herbívoros.
Media docena de desarrapados pidiendo limosna, y automóviles de alquiler de baja cilindrada, demarcando los tiempos entre clases sociales distintas.
Más allá del río sagrado, en donde los cuerpos son puestos a la deriva para que se sumerjan y vuelvan al fondo de los tiempos.
“He vivido otra vida y esta no me gusta…” Me dice una jovencita con un collar de flores y un vestido oscuro. Luego, se ofrece a leerme el futuro en la palma de la mano. Le digo… “Lo siento, no tengo líneas…” Y le muestro. Se ríe y se aleja, maldiciendo que sus peores momentos los desdibuje un hombre sin porvenir.
Hay un calor húmedo en las callejuelas atiborradas de basura y precariedad.
Tengo el mameluco mojado; y la sed es una constante, pero sé que el agua de esta ciudad me haría mucho mal.
Busco en el bolsillo una rupia. La encuentro.
Compro con ella una botella de agua mineral en un tugurio que expende comidas y bebidas.
Un hombrecito rengo me sonríe y me alienta a seguirlo.
No tengo nada mejor que hacer y lo sigo.
Entra en un laberinto de pasillos y puertas. Penetro por una de ellas, detrás de él, siguiendo a mi muñeco sonriente.
Dentro de una habitación, se apuesta a los cambiantes colores de un hombre agonizante.
Es un Gurú.
Hay música. El Gurú a medida que va bajando los escalones de su agonía, cambia en una secuencia imprevisible de colores en su rostro.
A su lado, cinco o seis patanes apuestan en que color se detendrá su vida. Hay una pila de sucias rupias a los pies desnudos del santo.
Ahora, el pobre diablo esta azul suave, un charco de cielo sobre las tablas de madera del miserable lugar.
Los cuatro o cinco sudorosos rugen interviniendo en el cambio de color.
En pocos segundos, el Gurú deriva a un amarillo crema como si irradiara una escena desnuda de privacidad al borde de la tarde en un lugar profundo en su origen; luego, muere.
El gandul que hace las veces de juez dice: Se fue amarillo… Y paga a uno de los que apostó a ese color.
Todos toman un licor verde y hablan entre si mientras el cuerpo inerme del Gurú es retirado por dos niñas que lo llevan rodando hacia otra habitación.
Allí lo prepararan para su viaje, pienso.
Creo que soy demasiado generoso. Por la ventana veo la precariedad y el abandono, y los niños que corretean entre basura, cerca de un río amplio y marrón.
El rengo sonriente me acerca un plato de humeante guiso.
No se lo acepto, aunque le doy una rupia de propina.
Quizás en ese plato lo que humea sea el alma del Gurú, y tomo un trago de mi agua personal.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Origami

Me entretuve doblando la pequeña servilleta de papel entre los dedos tensos.
De reojo miraba la puerta del bar, con gente que entraba y salía al finalizar el horario de oficina.
Miré un gran reloj colgado encima de la puerta.
Un minuto para las siete.
Tal vez le agarró pánico o se entretuvo más de lo normal en su trabajo.
¿Qué hacía? Ah, sí, era diseñadora de origami en una escuela taller japonés.
Raro, ¿no?
Terminé la obra concepto que tenía entre mis dedos y miré su resultado: una perfecta y querible oca de papel de servilleta.
Una chica se paró en la puerta vaivén y escrutó el interior.
Mis sillas temblaron, ¿sería ella?
Luego, decidida, entró.
Miró cada mesa.
En la mía yo había puesto el libro de contraseña: uno de Mishima.
Ella lo reconoció y se fue acercando.
Observé alguna arruga en su cara producto del cansancio y la tensión.
Me puse de pie.
La invité a sentarse.
Era más baja de lo esperado, pero qué importaba...
Hola... –dije controlando los latidos de saliva –
Hola... – me contestó con emoción seca –
Vos sos...
Penumbra triste, ¿y vos?...
Siervo ardiente... - y le tendí la mano húmeda.

Ella la estrechó contra su mejilla y se acomodó en la silla de enfrente... En medio de ambos, corrían los siglos encolerizados.
Qué querés tomar...
Una coca

Yo tenía el pocillo de café vacío. Pedí otro y la Coca para ella.
Miré a Penumbra y le dije...
Cómo estás...
Salvando las distancias, bien, y vos?
Me incomodó el silencio alrededor.
Dicen que en el centro exacto de los tornados, de la bomba atómica, de las magnas explosiones, en el corazón mismo de cada tragedia no hay nada, sólo silencio; un pequeño vacío que se produce mientras afuera el caos ladra.
Aquí estábamos.
Interrumpió la incomodidad el mozo con la bandeja y el pedido que pomposamente dejó sobre la mesa.
Sentí el ruido de la gaseosa bajar por dentro de su cuello.
Le di un beso al líquido marrón oscuro...
De qué estamos hechos hoy... dije, fijando un comienzo que supuse sería tortuoso.
Hoy somos dos realidades... – dijo.
Y me reí.
Pensé en una telenovela.
Ella me miró divertida, y se puso seria.
Tenía el pelo corto, muy corto; nariz afilada y, cuando miraba, su cabeza bajaba como hacen ciertas especies cuando el cazador las va a sacrificar...
No lo hagas... – dije, estirando la mano y tocando su frente.
Levantó la cabeza y miró hacia fuera, la nada...
Siervo ardiente... de dónde viene el nombre... - quiso saber ella.
En realidad es siervo ardiendo, una especie de comida, pero la traduje mejor, a mi conveniencia... ¿y penumbra triste? Quise saber...
- Es el resplandor que precede al término de la guerra, cuando el campo de batalla sembrado de cadáveres se descompone en completo silencio...
No había tristeza en sus palabras, sólo conocimiento.
Termino su Coca y me miro radiante...
Querés que te haga un origami con esta servilleta...?
Y antes de decir algo, ya estaba en plena faena.
La terminó cuando los cabellos se llevaban el olor del bosque en sus crines y la noche se precipitaba a la orilla del mundo.
Luego me la ofreció.
Una perfecta y querible oca de papel de servilleta.
La acepté emocionado y la guardé junto a la que yo había hecho.
Gracias... – le dije...
La hice pura, para vos... dijo ella.
Luego, se internó en la nada, mirando hacia fuera.
Dimos por terminado el encuentro.
Llamé al mozo y pagué la cuenta, repitiéndome eternamente...
Demasiado caro para ser tan poco y tan corto el tiempo y los pocillos y la Coca...

martes, 16 de noviembre de 2010

El sacrificador

Volvíamos de la fiesta.
Ella estaba desgreñada y olía a alcohol.
Yo me iba por las luces que cruzábamos con el automóvil.
Cada luz era una tormenta infinitesimal que aullaba y se orillaba pequeña en cada rincón exacto de los ojos.
Me dolía la cabeza, al límite de lo impensado; con los cientos de cadáveres que cada mañana abría con la sierra en los piletones de formol del centro de clonación.
Sonó el beeper.
Otra urgencia.
Estacioné como pude.
Como pude, bajé a mi mujer y la tiré en un sillón del gran ambiente. Encendí la computadora.
Allí estaba, en una fotografía.
No demasiado especifico.
Solo original.
Eran como esas antiguas maquinas fotocopiadoras.
El original y la copia; si estaba bien de tinta, la copia era perfecta.
En este caso, la copia había fallado y se necesitaba a alguien con experiencia en casos de clonación humana para ser expeditos.
El doctor benevolencia…
Nada de sufrimiento.
Una inyección enorme hacia el centro de la vida para solucionar la imperfección.
Ella se revolvió en el sillón, resoplando salvajemente.
Le acaricié la mejilla y se quedó quieta.
Tome los datos del trabajo.
Hice copias específicas y seleccioné el instrumental, que incluía una pistola con dos cargas.
No siempre todo había salido bien.
Me puse el gabán y salí con el automóvil en dirección a las afueras de Moscú.
Pase los arbustos más grandes con gran velocidad.
Aminoré la marcha cuando llegué a los arbustos pequeños.
Repasé mentalmente el plan.
Una clonación exitosa, pero luego todo se había desbarrancado.
El clon había cumplido exactamente 30 o 15 de los nuestros; y había desvariado místicamente.
Los dueños intentaron una reparación genética, pero todo había fallado.
Y ahora desde el Vaticano, venia la gran orden.
El aniquilador de clones tenia que hacerse cargo; pero había piezas que no encajaban.
El experimento clónico llamado ‘’Cristo’’ tenia todos los elementos para ser un desastre.
De cualquier manera fue llevado a cabo.
Se había pagado una fortuna por una clonación exitosa.
Y ahora esto.
Llegué a la mansión.
Tenía dos guardias de seguridad separadas por un par de kilómetros.
Un hombre gigantesco se hizo cargo de mi automóvil; y me senté a degustar un coñac con mis herramientas entre las piernas mientras esperaba al amo de tierras y hacienda de este moderno país.
Había música funcional.
Parecían citaras.
Vino el hombre de negro.
Se presentó.
Monseñor Puig; me tendió la mano con poca gracia.
Me contó un par de detalles, solo lo que siempre me contaban en estos casos.
Aunque se habían encariñado con Cristo, necesitaban deshacerse de él. Estaba fuera de control.
Fui llevado por distintas dependencias hacia un gran salón.
Estaba en semipenumbras, alumbrado con velas.
En un rincón, en cuclillas, un sujeto hermoso canturreaba y movía unas piedritas entre sus bellos dedos.
Me miró y me vació.
Era más peligroso de lo que suponía.
Metí la mano en el gabán y extraje la pistola.
Vacié el primer cargador sobre Cristo; y cuando iba por el segundo, algo me aquietó el dedo.
Miré el cuerpo lleno de agujeros y sangre.
Al otro día, como siempre, lo tendría en el piletón para una disección prolija.
Me senté a esperar a Monseñor Puig.
Luego de una serie de preguntas y respuestas banales me preguntó por el dinero. Le di una serie de números y letras de la cuenta bancaria de la fundación, y le dije que todo iba a salir un poco más caro de lo habitual.
Me dijo que ellos no tenían problemas.
Solo una cosa, me dijo Monseñor con acento burocrático.
Tenían que esperar tres días para darme el cuerpo de Cristo.
Estuve de acuerdo.
Le dije que lo pusieran en hielo.
Salí callado.
Afuera el cielo era una costumbre infinita.
Tuve un escalofrío y me ceñí más el gabán.

Circo

Me acerqué a la cortina. Encendí con un fósforo el dorado. El oro comenzó a arder. Los otros aullaron en la oscuridad. Quemar el circo, con todo adentro. Estaba reluciente; Navarrita babeaba. Lo vi por primera vez cuando nos reunimos en la confitería. Tenia “guita”. Tocaba guitarra propia. Me dijo: Que queres tomar, pibe? No me gusto lo de pibe. Yo ya tenía mis buenos dieciocho. Le dije: Algo fuerte… Gritó al mozo: Tráenos cuatro grapas… El mozo era medio sordo. Navarrita acompañó toda esa perorata con gestos ampulosos. El tipo entendió. Cuando sacó de la bandeja mojada la cuarta copa, la mina se rió con todos los dientes. Era linda pero tenia un no se que. Cuando Navarrita me la presentó, ella me dio la mano con sus dedos firmes y fuertes. Eso me deslumbró. Y me miró fijo, deslumbrándome nuevamente… Me llamo Maia, soy la hija de Roxana la trapecista… Ahí estábamos, en la confitería, los cuatro. Los otros dos, guardaban silencio. Lo guardaban muy adentro, tanto que se extinguía como un beso de aire entre los dedos. Uno dijo ser algo de Astarita, el tramoyista; el otro tenia mas guita que Navarrita. Mirá, vamos al grano, Negro…Le dijo Maia a Navarrita. Yo quiero que arda, pero no de placer sino de fuego… Y se tragó la copa de grapa. El liquido fue ardiendo por la garganta hasta tornar rojizo lo oscuro de adentro. Tosí con rencor. El circo abría sus puertas ese sábado. Había que quemarlo hoy… Maia me miró como a un piano desvencijado. La fabula prosigue, querido… El viejo Brown me debe a mi madre; se la voy a cobrar… Navarrita miró el reloj en la pared. Tenemos cuatro horas… El circo levantaba su carpa al principio de Florida, sobre la plaza… Estaba deslumbrante. Maia venia pegada a mi. La miré esas cuadras que caminamos juntos. Era de verdad linda. Le pregunte cuantos años; creo que dijo dieciocho; pero para mi no eran mas de quince… Me dijo de sus aureolas, de sus defectos y no tantas virtudes. Caminaba contando los pasos que daba. Pasamos a un vigilante. Parecíamos cajetillas por eso no nos dijo nada. Llegamos a una esquina y lo vimos. Ese era el circo. Radiante. Ardiente. Había un sereno. Era marinero y le gustaba demasiado el alcohol. Navarrita se lo llevó atrás de un árbol. El camino ya estaba libre. Miré a mí alrededor. Los ojos de Maia ardían. Toqué en el bolsillo la botellita de alcohol. Tenía ganas de tomarme un trago, pero era para otra cosa… Los hechos se precipitaron… Me acerque a la cortina… Esa noche ardieron varias cosas. Maia me besó con pasión. Navarrita me dió algunos pesos. Y el circo ardió definitivo, como solo arden algunas cosas en esta vida

El señor Heleno

El señor Heleno lucia una calva impactante, magnifica.
Me tendió su diestra y yo estreché con confianza esos cinco dedos enjoyados.
Le pregunté el honor de su presencia.
Me dijo que quería comprar a mis cinco hijas, a todas, y llevarlas rumbo a la felicidad.
Esto último me cayó de buen gusto.
Sabia por correveidiles que el señor Heleno era el asesino de mayor fortuna en la comarca y sus alrededores; pero la ética, el honor y esas pequeñeces no estaban de moda por estas épocas.
Le manifesté mi deseo de saber por cuanto compraría a mis retoños.
Me dijo que la cifra era importante, y la nombró…
Vaya si lo era.
Le dije que mi pensamiento era lo correcto y que entonces mi respuesta era afirmativa.
La mayor de mis hijas contaba en ese entonces con trece años y la menor con dos.
Su madre había muerto de lentitud [enfermedad muy arraigada por esos lares], y yo, al estar solo, no las podía mantener correctamente.
El señor Heleno se las llevó una mañana preciosa y frágil.
El llanto de las dos más pequeñas y la tristeza de las demás hirieron mi corazón al que cure contando los billetes y las joyas que aquel tunante me había dado por mis flores.
Varios años después recibí noticias de mis hijas y del señor Heleno. Todas ellas habían desaparecido trágicamente en una emboscada que el ejercito le tendió al asesino; este logro escapar ileso.
La trágica noticia hundió mi corazón en amargura, atenuada en parte por la buena nueva sobre el señor Heleno.
Llevé luto por mis pimpollos durante un mes, al cabo del cual seguí procreando en mi jardín del edén.
Hoy tengo otras hermosas cinco niñas las que nombré igual que a mis
otras cinco malogradas hijas.
Un correveidile me dijo que para la próxima primavera vendrá el señor Heleno con intenciones de comprar.
Espero pacientemente que ese día llegue pronto…

Dar a Luz

El maestro carpintero llevaba a cabo su obra con la maestría habitual. Los tablones de madera se alineaban crudos contra las paredes desnudas de ladrillos cocidos, desiguales y argamasa gris.
La altura de las paredes eran vertiginosas; el obrero maderero hervía alrededor de las vetas vírgenes, y el aserrín que se juntaba a sus pies como miel de cenizas y los golpes acaso latidos de clavos que se hundían para asegurar unos sobre otros, unos encima de otros; cuando ingresaron los soldados Romanos. Querían tres cruces para tres condenados. Un trabajo para el día siguiente. Una bolsa con monedas del Imperio pagarían el esfuerzo. Al otro día regresarían por el encargo.
Con prisa, no había tiempo que perder.
El maestro carpintero no dijo absolutamente nada, solo un movimiento de cabeza hacia abajo y hacia arriba.
Cuando los soldados se fueron, observó con tristeza infinita, unas maderas recién lustradas, que soportarían con heroísmo el peso muerto del condenado; y luego, su intemperie, hasta que un alma piadosa le diese sepultura, y las maderas fuesen luego breve pasto de las llamas en algún hogar pobre y tibio.
El viejo comenzó con parsimonia, tomó una de las tablas, le untó un aceite poderosamente huidizo y leve y dejó secar la madera.
Las vetas se llenaron de dulzura, el vigor volvió a recorrer los intersticios casi invisibles del cuerpo arbóreo. Eligió seis, fuertes y flexibles, como para soportar el peso, el viento, tanta intemperie, tanta violencia, tanta paz. Esa noche, luego de un oscurecimiento luminoso, tuvo todo listo. Tres cruces para tres condenados.
El maestro carpintero había oído hablar de ellos; pero eran chismes que corrían, como los breves besos de las cortesanas, sin asidero.
El viejo se acomodo a la mesa, uno de los perros se echó a sus pies, la mujer le trajo un cuenco con potaje, le agradeció a Dios brevemente y comió. En algún lugar de la carpintería, entre los restos de madera inservible, Dios recibió el agradecimiento del buen maestro carpintero y siguió con un trabajo especial en esa noche, dar savia viva a tres cruces para tres condenados.


lunes, 15 de noviembre de 2010

Sirenas

La enfermera me cerró los ojos.
Sentí la profundidad en mis párpados, su personalidad tosca y autoritaria, cerrando las últimas ventanas del edificio que me albergaba, ahora sí, definitivamente clausurado.
Pensé que me esperaba la negrura más absoluta.
Me equivoqué.
Lo primero que me sorprendió fue el ambiente.
Estaba en una habitación azul con pequeños vivos tornasolados.
Algo se desprendía de ellos.
Con fascinación comprendí que era música.
Lo toqué con dedos temblorosos, eran saetas ásperas que aleteaban y desaparecían.
El fondo del mar musical.
Se abrió una puerta y entraron tres mujeres jóvenes que cantaban en armonía crepuscular.
Se sentaron en un sofá moviendo los brazos como aspas mientras entonaban.
La morena estaba ida.
La más blanca tenía todavía la aguja en su brazo, y la pelirroja me miraba atravesando lo poco de mí.
Cantaban un trabalenguas, y lo hacían con oxígeno.
Me preocupó la vena de la blanca, con el aguijón.
Me acerqué y delicadamente le extraje la punta.
Eso las desenchufó, se apartaron majestuosamente rancias.
Toqué el picaporte de la puerta de salida de mi coro.
Estaba caliente y despedía música.
Me senté en el sofá a esperar.
Salieron nuevamente las tres.
Ahora la morena tenía espuma en la boca; la blanca, el brazo tumefacto, y la pelirroja ya no miraba, era la mirada.
El trabalenguas cada vez más claro y contundente.
Se sentaron en el sofá y cantaron; luego, se fueron por la puerta.
Me senté en el mismo lugar a esperar otra función.
Se abrió la puerta, apareció la enfermera y con la yema de sus dedos, cerró mis ojos.

Seis

Quizás sea demasiado concluyente con esto.
No era Dios el que estaba en esa mesa junto al ventanal, mirando el tráfico de automóviles.
Era un tipo flaco, esmirriado, con anteojos que revolvía mecánicamente un pocillo de café. Me senté enfrente de él y le pregunté desafiante...
¿Por qué dejaste que se pelearan tanto por Jerusalén...?
El tipo me miró con desgano simple, y me devolvió la pregunta...
Y por qué tendría que haber hecho algo, si después destruyeron las Torres Gemelas y les importó un carajo todo lo que vino con eso...
No lo entendía; no podía entenderlo...
¿Por qué, y vamos a ser claros con esto, dejas que muera tanta gente inocente...? Le dije...
¿Y quien dijo que son inocentes? Acaso vos me vas a decir que cada uno de los que muere es inocente... Hace mucho... Y el tipo flaco puso cara de haber retrocedido demasiado... Eran inocentes los infantes, los niños o como carajo se los llame ahora; en ese entonces, era una pena enorme que muriese un inocente, pero... Ahora es diferente...
Que cambió para que eso suceda... quise saber...
Con la modernidad, la forma de nacer cambió; hasta la forma de concebir diría... Antes era otra cosa, había amor... Ahora, es todo mecánico, casi con perdón de la comparación, cual si fuese la construcción de un soneto; la forma poética persiste pero hay reglas que se siguen y el acabado sónico pierde fluidez verbal... Se había encolerizado... Me estoy yendo hacía otros lares, un poco más pornográficos... Eso, ahí esta, es pornográfico...
Me impacienté...
¿Que tiene que ver la pornografía con la perdida de la inocencia...?
Dios, o ese tipo que tenía enfrente, me miró con paciencia y dijo...
No sé si vas a entenderlo; en realidad, me importa tres carajos que lo entiendas, pero el valor de la perdida reside en eso. Uno no puede perder algo importante a cambio de otra cosa con tan poco valor. La inocencia se pierde al querer verlo todo, saberlo absolutamente todo... Y esa es la pornografía, verlo todo...
Creo que esto se solucionaría si no dejas ver donde conduce la muerte... dije.
Dios revolvió el pocillo con café frío, y dijo melancólico...
Los deje ver... Esa fue una equivocación que sucedió en un principio; luego, se entusiasmaron tanto que aman, adoran, dar muerte, de la mejor forma posible, con una precisión que en un primer momento me dejó pasmado, pero ahora comprendo un poco más... Parece que se olvidaron donde conduce la muerte, pero les dura el entusiasmo, se perfeccionan a cada momento... No los culpo, yo haría lo mismo...
¿Querés otro café? Dije... Ese esta frío... Agregué.
El tipo flaco me miró, acomodó sus anteojos y me dijo, con aire intrigante...
¿Querés saber que pasó con María Magdalena...?
Entusiasmado, le hice una seña al mozo... Esto se ponía otra vez interesante...


Miel del Adiós

Ella calienta agua en una lata.
El agua hierve bajo la llama azul del caño roto que hace las veces de mechero idílico.
La luna me endulza la noche, dice Luisa tomando dos tazas y colocándoles dos pequeños y perfumados montículos de te.
Me acerco al borde de mi taza, la que me corresponde.
Miro adentro. Luisa vierte agua caliente y se divierte con un pequeño acertijo…
- Ahora, lo endulzamos con un poco de miel del adiós…
Y saca de debajo de la mesa cubierta con un plástico marchito, un frasco de vidrio vivo con restos de miel.
Aparece mágicamente una cuchara entre sus dedos y me coloca en la taza dos cucharaditas colmadas de dulce. Revuelve y me ofrece la taza.
Le agradezco.
Una explosión inmensa nos sacude y sacude la casilla de madera en donde nos refugiamos.
El mechero se apaga. El gas se ha cortado; una lámpara comienza a ceder. Luisa se para, me palmea un hombro y no se como, enciende una vela. Toma un sorbo de te caliente y abre unas cartillas que seguramente ha conservado acerca del final abrupto…
- En el comienzo, la luna me endulza la noche… Dice Luisa, y agrega… con un poco de miel del adiós…