martes, 4 de enero de 2011

Tiempo Seco

Veo los ventanales como parpadean, como reflejan ese escenario nocturno que va apagando sus luces porque algo sucede afuera y me es desconocido. Estamos encerrados acá, en un piso superior, mirándonos las caras y hasta alguno que otro habla en un susurro quieto como quien descifra idiomas que el aire trae de otra parte. Y no entiendo que hago, entre desconocidos. Una niña morena, un niño rubio, su madre o la esposa de su padre intentan y lo logran, acercarme un vaso con alcohol. Ella, o la madre postiza, me dice que ellos no saben nada, que afuera pasó algo que todos desconocen, que sienten mucho miedo y que la gente muere de pronto, de golpe, en sus lugares habituales. Y ahí quedan porque los demás, los que pululan alrededor no atinan a nada específico… ¿Como específico? Si, digo… Hacer algo; si alguien muere delante de mi, digamos, por un sincope al corazón o algo así, intento esa reanimación que alguien alguna vez me recomendó hacer en esos casos, golpeando el corazón o el lugar en donde este se encuentra, pero… ¿Y si no es así? Digo, si la gente muere por otra cosa y no por el corazón? No sé… La gente se muere. Esa es la realidad. ¿Y como llegaste acá? Recordé que este edificio se encontraba cerca del puerto… Mentí… Entonces, me vine hasta acá para ver si podía escapar… Concluí la mentira… Y me miré el brazo derecho tatuado, vivo, en carne firme y latiendo. Terminé el vaso de alcohol que despejó mi camino interior y volví la mirada hacia fuera. Las luces nocturnas se iban apagando a intervalos regulares. El mundo, tal como lo conocíamos, se secaba y quedaba ahí, quieto, como flores mustias que una mujer ha olvidado en un florero en su comedor diario. La mujer se retiró. En su lugar encontré a otra mujer mucho más anciana y más menuda. Me dijo que Dios así lo había decidido, que era el fin del mundo. Me reí, quizás fuese el alcohol. La anciana me observo con severidad. Alguien dijo que nos íbamos. Hubo un revuelo en la habitación. Los ventanales parpadearon. Pregunte hacia donde partíamos. Un hombre me dijo, con convicción, que había un barco en el puerto para nosotros, que teníamos que trasladarnos dos cuadras hacia el muelle y que allí nos embarcaríamos. Me levanté e intenté salir de ese lugar. Algunos llevaban bolsos y cosas cotidianas, algunos sonreían, otros estaban muy serios. Todos esperábamos que en cualquier instante nos tocara, que la muerte deslizara su huesuda mano sobre el hombro y la vida terminara en ese mismo momento. Insistí en irme de allí. El aire de la noche me golpeó con inclemencia. Íbamos en fila, como condenados de antemano a un castigo innecesario. La anciana me tocó el brazo… Ya ve, Dios nos ha bendecido con la vida y ahora nos maldice quitándola, sin miramientos… Yo sonreí; pensé que Dios no tenía nada que ver con todo esto. Creo que pensé en eso en ese momento y no más tarde cuando nos detuvimos ante una escalera que desembocaba en una abertura en el fuselaje de lo que supuse era un barco tremendamente moderno y desafiante como supongo son las cosas modernas y desafiantes. Entonces ocurrió. Dos o tres hombres delante de mí, cayeron fulminados; pase ante sus ojos abiertos, mirando nuestros cuerpos que aun conservaban la estabilidad y los eludían. Ellos estaban muertos. No era tan malo después de todo. Llegaba así, de golpe, y así nos íbamos, sin alharaca. La mujer anciana se arrodilló y comenzó una plegaria. No pudo terminarla, quedo allí, arrodillada, como un envase seco y entristecido bajo la noche estrellada. Comenzamos a subir por la escalera hacia la abertura. Yo estaba pensando en otra cosa. Sentía los golpes que mi corazón hacia, atravesando la piel en el pecho en donde llevaba tatuado el nombre del que tenia que morir. Los hombres se fueron agrupando en el fondo del amplio salón metálico, con sus mujeres y sus chiquillos. No había llantos ni imprecaciones, solo el murmullo de los arrastrados pasos. Todos sabíamos que nos tocaría, pero no sabíamos ni cuando ni donde. Intuí que mi presa estaba por ahí, en ese montón de ojos que se encimaban en las sombras. El barco pronto zarparía. Me senté sobre una lata; iba a lamentarme en obstinado silencio, de la suerte y sus beligerancias, cuando ella se sentó a mi lado. Tenía el pelo largo y era bonita. Me tomó la mano y agregó en un idioma sensual y totalmente extraño “cuanto lo siento…” y se quedó quieta y rígida, estupendamente muerta. La acomodé sobre un camastro y me levante para ir a la otra punta del salón. Sentí bajo los pies el movimiento. El barco se movía. Se ponía en movimiento conmigo encima de él. Intenté moverme en él como había aprendido en mis antiguos días marineros. No debía olvidar mi objetivo antes que la muerte me llevara. Un hombre apareció a través de una abertura en la pared, con una bolsa. Comenzó a repartir panes entre los sobrevivientes. Mordisquee un pedazo y lo tragué con un poco de agua que una mujer repartía en pequeños vasos de papel blanco. Un hombre me miró y no dijo nada. ¿Me habría reconocido? Me senté nuevamente sobre la lata y cerré los ojos. A mi oscuridad volvió el nombre de mi victima. No pasaron ni veinte minutos de zarpar el barco que más de la mitad de la gente había muerto, quedándose duros y quietos como flores de carne arrancadas del jardín de la vida antes de tiempo o contra su voluntad. En todo caso, no había más que decir acerca de tanta muerte. Me concentre en mi misión. Tenia poco tiempo o mejor aun, escaso margen de maniobra. Quizás pronto me tocaría a mí fenecer y mi misión quedaría inconclusa. Subiría hasta cubierta. Las escaleras de metal eran todas idénticas. Tarde mucho tiempo en ascender. Por donde iba, encontraba miradas ansiosas y severas, todas añorando el haber perdido lo que ahora me pertenecía, mi elasticidad, el movimiento puro y suave de los músculos hacia la claridad. Salí, por fin, a un sol apenas develado cuando me di cuenta que mi propio nombre respondía al tatuaje que tenia en el pecho. Era gracioso aunque demasiado arduo. Yo era mi próxima victima. Me toque y no paso nada. Quizás y en todo caso, mi don había concluido. Me quedé quieto bajo el sol, solo; y me toqué nuevamente…

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