martes, 16 de noviembre de 2010

El sacrificador

Volvíamos de la fiesta.
Ella estaba desgreñada y olía a alcohol.
Yo me iba por las luces que cruzábamos con el automóvil.
Cada luz era una tormenta infinitesimal que aullaba y se orillaba pequeña en cada rincón exacto de los ojos.
Me dolía la cabeza, al límite de lo impensado; con los cientos de cadáveres que cada mañana abría con la sierra en los piletones de formol del centro de clonación.
Sonó el beeper.
Otra urgencia.
Estacioné como pude.
Como pude, bajé a mi mujer y la tiré en un sillón del gran ambiente. Encendí la computadora.
Allí estaba, en una fotografía.
No demasiado especifico.
Solo original.
Eran como esas antiguas maquinas fotocopiadoras.
El original y la copia; si estaba bien de tinta, la copia era perfecta.
En este caso, la copia había fallado y se necesitaba a alguien con experiencia en casos de clonación humana para ser expeditos.
El doctor benevolencia…
Nada de sufrimiento.
Una inyección enorme hacia el centro de la vida para solucionar la imperfección.
Ella se revolvió en el sillón, resoplando salvajemente.
Le acaricié la mejilla y se quedó quieta.
Tome los datos del trabajo.
Hice copias específicas y seleccioné el instrumental, que incluía una pistola con dos cargas.
No siempre todo había salido bien.
Me puse el gabán y salí con el automóvil en dirección a las afueras de Moscú.
Pase los arbustos más grandes con gran velocidad.
Aminoré la marcha cuando llegué a los arbustos pequeños.
Repasé mentalmente el plan.
Una clonación exitosa, pero luego todo se había desbarrancado.
El clon había cumplido exactamente 30 o 15 de los nuestros; y había desvariado místicamente.
Los dueños intentaron una reparación genética, pero todo había fallado.
Y ahora desde el Vaticano, venia la gran orden.
El aniquilador de clones tenia que hacerse cargo; pero había piezas que no encajaban.
El experimento clónico llamado ‘’Cristo’’ tenia todos los elementos para ser un desastre.
De cualquier manera fue llevado a cabo.
Se había pagado una fortuna por una clonación exitosa.
Y ahora esto.
Llegué a la mansión.
Tenía dos guardias de seguridad separadas por un par de kilómetros.
Un hombre gigantesco se hizo cargo de mi automóvil; y me senté a degustar un coñac con mis herramientas entre las piernas mientras esperaba al amo de tierras y hacienda de este moderno país.
Había música funcional.
Parecían citaras.
Vino el hombre de negro.
Se presentó.
Monseñor Puig; me tendió la mano con poca gracia.
Me contó un par de detalles, solo lo que siempre me contaban en estos casos.
Aunque se habían encariñado con Cristo, necesitaban deshacerse de él. Estaba fuera de control.
Fui llevado por distintas dependencias hacia un gran salón.
Estaba en semipenumbras, alumbrado con velas.
En un rincón, en cuclillas, un sujeto hermoso canturreaba y movía unas piedritas entre sus bellos dedos.
Me miró y me vació.
Era más peligroso de lo que suponía.
Metí la mano en el gabán y extraje la pistola.
Vacié el primer cargador sobre Cristo; y cuando iba por el segundo, algo me aquietó el dedo.
Miré el cuerpo lleno de agujeros y sangre.
Al otro día, como siempre, lo tendría en el piletón para una disección prolija.
Me senté a esperar a Monseñor Puig.
Luego de una serie de preguntas y respuestas banales me preguntó por el dinero. Le di una serie de números y letras de la cuenta bancaria de la fundación, y le dije que todo iba a salir un poco más caro de lo habitual.
Me dijo que ellos no tenían problemas.
Solo una cosa, me dijo Monseñor con acento burocrático.
Tenían que esperar tres días para darme el cuerpo de Cristo.
Estuve de acuerdo.
Le dije que lo pusieran en hielo.
Salí callado.
Afuera el cielo era una costumbre infinita.
Tuve un escalofrío y me ceñí más el gabán.

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