jueves, 29 de diciembre de 2011

Berlín

Me entronco en tu revés.
Piso fuerte las tripas en un tras-tras. No hay odio en lo que hago.
Hagolo simplemente.
Berlín sigue fuerte; canta canciones de mala muerte en un tugurio acolchado.
Lo veo después de tomarme unas cuantas raciones de mi angustia en este estar sólo, indiferente tierno, acreditado en un baño de una estación terminal mientras afuera la nieve canta desiertos; nunca podría besarte enroscando mi lengua en tu lengua.
Unos cuantos de esos polvos que el tiempo dispersa secos entre tu piel y mi piel que sé llena y sé va.
No se mantiene cómo en aquel aniversario en donde la sangre, siempre que es sangre, se va por la garganta y me ahoga.
Te llevo a través de un pasillo con empapelados que arden.
Golpeo una puerta; nadie sale porque nadie hay.
Te sostengo de la gargantilla; te me caes desvaneciendo en perfume barato y cosquillas en las axilas, paso el cuchillo y corto los tendones mientras la bañera hierve de rojas roscas que labios posan, para aletear e irse tenues en una desbandada solemne.
En el silencio, tras-tras con el cuchillo espeso; que el humo recorta tu voz en ese tugurio mientras cantás acolchando las rejas que se sudan en una modificada cura; y no importa que me digas que no te interesa porque tenés otra muerte mordisqueándote la nuca, y no te importa que yo te siga queriendo amortajar esos huesos que son duros de cortar y que el acido no disuelve, como no disuelve el alma que se acobarda en una orden acerada con el sonido propio de cortar a un filo y sacar de revés los anillos haciendo estragos con la piel encima de los azulejos colorados, de un tono profundo de suspiros olorosos.
Te llevo por el pasillo que arde; trastabillas por los tacos altos que no sabes usar.
Te meto con prepotencia en la habitación vacía; y contra el cielorraso que se gotean tiras de frío denso, sobre las sabanas agrestes de tierra rasa, trato de cortar por el pliegue que une en un pespunte silencioso.
Oigo el palpitar de las plumas debajo de la almohada y arde el sonido tapado por los jirones de carne que se van amontonando mientras voy cortando, siguiendo el orden exacto de cada golpe que la muñeca recibe de mi vista y de lo que voy viendo y haciendo hasta escarbar entre los preciosos riscos que corto, en una enumeración prolija hasta que el cansancio me venza, las formas que propongo entre el vapor que desprende la carne y el rojo sucio amontonado en un costado recio de este periplo entre los restos que arden.
Hagolo simplemente.
De esa cintura que se desprende en un ruido seco hasta la parte que más me gustaba. Esa otra suavidad de llanto que no se olvida por el sólo simple hecho de adormecer en instantes de puro deseo.
Y la carne se amontona en fresca abundancia, en otra frontera.
Te muerdo, Berlín, por el codo mismo del terciopelo, tragando toda inútil miseria que vas confrontando contra el morrudo y triste destino de muerte obesa que saca sus pliegues de grasa y deja surcos que ni la tristeza te obligaría a correr el rimel pretencioso en una horda de seguros y sostenes caídos del pecho barbudo al que le pasaba la hoja recién afilada en un perfume barato y algo rancio de probar con la punta de la lengua la guinda rosa y tras-tras, de esos tules.
Piso fuerte las tripas en un tras-tras y acuatizo entre migas de carne ausente; y tras-tras las fuerzas de uno de los pedacitos tan lengua friéndose en el aceite caliente y apenas visto, tocás tras-tras florido reciproco y los huertos colgando tras-tras, tras-tras…

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