sábado, 11 de diciembre de 2010

Patria

Mi madre, es una madre negra...


Balbuceó su nombre...
Me han bautizado con el nombre de Vladimir Illich... y un borbotón de sangre ahogó sus palabras.
Estaba inmenso, tirado entre mis brazos.
No pude hacer nada para aquietar las aguas de su muerte.
Lentamente, el cuerpo se fue de mi orilla, hundiéndose en su propia oscuridad.
Vladimir, si acaso así se llamase el desconocido, fue el primero que acuné hasta dormir, pero no el último.
Conté los balazos en su pecho. Eran tres.
Tenía un tatuaje con la sagrada bandera, último símbolo patrio vendido en subasta por el imperio para humillarnos...
Tania Fedorova parpadeaba a mí alrededor.
Ella era demasiado joven para tanta muerte.
Los ojos de la pequeña gimieron en un acerado guiño; la calmé con un par de palabras: no es nada... no es nada...
Un atribulado Piotr Ivanov salió de las sombras con un papel en la mano: Padrecito... Padrecito... Ha comenzado la matanza...
Y leyó los nombres de los camaradas muertos en las últimas horas.
Repasó nombres y números, familias enteras, todas nacidas en esta tierra única.
Se me humedeció el corazón.
Allí también permanecía mi madre encerrada en esas cinco o seis letras que latían amarillentas bajo la luz sorda de las velas.
Salimos a la noche.
Las explosiones iluminaban la parte vieja de la ciudad.
La parte nueva ardía en fuegos tornasolados y los disparos, millones de tablas pariéndose al unísono, desmadejaban nuestros sentidos.
El pequeño Piotr Ivanov, afanándose en el papel de contador prolijo, enumeró los posibles escondites.
Las tropas imperiales pronto romperían la tregua de nuestro abatimiento.
Abracé a mi Tania Fedorova y nos deslizamos por un puente de madera encima de las tortuosas aguas de un crecido río, hacia las afueras del poblado blanco de Ekaterimburgo.
Tropezamos con unos campesinos guiado por alguien del clero que ciertamente descendían a una muerte segura.
Pronto sus cráneos adornarían la cámara de tortura de algún terrateniente aburrido.
Guié a mis pequeños escuderos hacia la oscuridad más absoluta.
Tania y Piotr seguían ensimismados en sus pensamientos cuando un temblor de tierra nos obligo a escondernos detrás de unos arbustos.
Por el camino descendía, desde la ladera de una colina, un contingente de fieros soldados de a pie armados de furia.
Pasaron fétidos y se fueron, dejándonos desnudos.
Tania lloraba, Piotr temblaba, y yo preguntaba: por qué... por qué...
Me sumergí en la muerte de alguien desconocido; y recordé la voz de Vladimir Illich envuelto ciego en mis brazos, yéndose al otro mundo.
Recordé que llevaba una bolsa de juguetes, que Tania necesitaba cambiar los pañales y que Piotr Ivanov ya casi cumpliría los doce...




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