lunes, 10 de enero de 2011

La Maquina de Endulzar Memoria

Una amiga me dijo (recuerdo cada exacta palabra en la inflexión de su boca ganada por una explosión de dientes afilados a pura carcajada por los días en los que nos sentíamos a veces de manera totalmente diferente a nosotras mismas; les digo que me tengan un poco de paciencia, es que siempre me voy por las ramas y no detengo el aleteo, es que ese cielo ahí arriba me tienta aun si esta cargado o solo mantiene esa yema amarilla que tanto nos quema prolija); decía, de una amiga, que me contó algo que aun mantengo entre los dedos del recuerdo en un acariciar vago, de tenerlo ahí, a mano, no dejando que se ponga marchito como ciertos rostros queridos que se fueron quien sabe de que modo…
Mi amiga solía hamacar su voz y repetir… “Algún día te voy a regalar la maquina de endulzar memoria…” Y nos abrazábamos porque éramos jovencísimas en esa época, creíamos que todo lo que pensábamos estaba bien, aun lo mas descabellado; que se yo, como tomar un tren y perdernos en el absurdo de campos atravesados por la emoción de tener el pelo lacio, o los ojos delineados de una humedad entrañable, o la de ese muchacho de espaldas amplias que sonreía con su mochila entre los asientos… y nos bajábamos riendo, en una perdida estación con andenes cargados de olor a eucaliptos y esperar recitando poemas de colegio a que viniera a salvarnos el otro tren que subía de contramano por la vida esta.
Un día, no vi más a mi amiga; pido disculpas por no recordar su nombre, no lo encuentro por más que revise y revise las páginas de mis recuerdos, no lo encuentro. Sé que ella tenía los dientes prolijos de tanto reírse y ensanchar el corazón recomendándome su famosa maquina de endulzar memoria.
Ya ves, el tiempo pasó, no se como, pero muy rápido, increíble como un tren loco que no se detiene en los andenes y despeja a su paso las hojas secas de eucaliptos rotos.
Me quede sola en un andén de estación vacía. Sentía que todos mis recuerdos, ante el paso imperioso de los momentos, se volvían amargos; amargos en el modo oscuro de traerlos a este tiempo que no era el de ellos. Me senté en un banco de madera frío. Los pelados eucaliptos de enfrente, vigilaban la noche. Una mermelada oscura que brillaba con pequeñísimos trocitos de vidrio molido y un licor tibio que era una consecuencia de tejados y chimeneas mas allá de mis manos y de querer tocar esa lejanía. Recordé aquella maquina de endulzar memoria; pero, donde andaría…Ni siquiera sabia su forma, ¿tendría una forma determinada de maquina fría haciendo algo que ni siquiera puedo imaginar, emitiendo quejidos indiscriminados, y solo ella, capaz de hacer que ese aroma lejano no me produzca lagrimas, o no me ponga la piel para afuera, o no acelere los latidos, o no me ponga el pecho en mis manos y este se me caiga al piso resbalosamente?
Pero, ahí, en ese anden bajo el murmullo nocturno, sola en medio de la vida, con el ruido a cosas por realizar, a cosas no realizadas; pude recordar que todo no era mas que hurgar en el bolsillo y buscar la única moneda que me quedaba para sacar el boleto y volver, y volverme a las cosas conocidas, exactas en este relieve intenso, en este momento de cifras enormes y alientos a rancias novedades. Una moneda con un sol; eso era lo único que me quedaba. Me pare y fui hacia la luz debajo de un techo de tejas. La ventanilla estaba cerrada. Había un cartel. El tren volvería a pasar dentro de exactamente dos horas. El último tren.
Me abroché el último botón del gabán con prolijidad. No había boleto, no había tren. Miré a mí alrededor. Entonces, ocurrió un milagro o algo parecido. La vi parada ahí, plateada, despidiendo luces de colores; era mi maquina de endulzar memoria. Me sentí ferozmente querida, algo se hundió en mi estomago y volvió a salir, paralizó la tierra en la que yo crecía hacia todos los recovecos. Era yo y mi maquina ensayando un paso alegre a la eternidad de este momento. La maquina tenia una ranura y un cartelito: “Introduzca la moneda”. Con algarabía de poema, puse la única que tenia, y espere, espere ese dulzor que tenia que llegar por toneladas para poderme escapar de los rostros, de los gestos, de las manos, del silencio de esa muchedumbre que espera mas y mas de vos. La maquina solo escupió un caramelo.
Me sentí decepcionada; con esa moneda tenia el viaje asegurado, y ahora esto… Pensé en mi amiga, en la maquina, y en que el caramelo tenia que durarme, exactamente, dos horas en la boca.

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